Quizás una de las enfermedades más temidas por el hombre moderno sea el llamado accidente cerebrovascular, igualmente denominado ictus, embolia, apoplejía, infarto cerebral y hemorragia cerebral, aunque, ciertamente, cada uno de esos nombres responde a ciertas particularidades de la patología.
Lo importante para las personas comunes es, sabiendo que se trata de una dolencia muy grave y limitante, que se conocen muy bien los factores de riesgo y, consecuentemente, las medidas preventivas.
Los factores de riesgo son tabaquismo, consumo inmoderado de bebidas alcohólicas, obesidad, hipertensión, sedentarismo y colesterol y azúcar en sangre. Pero hace falta un elevado nivel de conciencia personal y social para evitar y controlar esos factores de riesgo que hoy más que nunca en la historia están presentes en la vida humana.
Es por eso que los médicos no piden que sus pacientes o la población en general abandonen sus gustos por el cigarrillo, el trago, el sedentarismo o la dieta hipercalórica (rica en grasas y carbohidratos). Se conforman, en actitud sabia, con recomendar una cierta moderación en esos consumos dañinos.
La moderación, ciertamente, tampoco es cosa sencilla. Y menos entre la juventud, tan afecta a lo largo de la historia, a los excesos. Es por ello que en la prevención de los accidentes cerebrovasculares juega un papel muy importante la educación. Lo mismo la educación formal, es decir, la escuela, que la educación informal, cuya cara más importante la constituyen los medios de comunicación.
El que no sabe, dice la sentencia popular, es como el que no ve. Y, al contrario, el que sabe puede ver. Y más todavía: el que sabe puede prever, es decir, mirar anticipadamente, ver el futuro antes de que acontezca.
Esta es, en última instancia, la tarea de la educación: enseñarnos a ver el futuro. Y ya hoy es posible ver un futuro sin tantas víctimas lastimosas de embolias y apoplejías.