En 1950, hace apenas sesenta años, la producción total de alimentos del planeta no alcanzaba para dar de comer a los dos mil millones de habitantes del orbe de ese entonces. Existía, pues, un déficit permanente de alimentos y, consecuentemente, millones de individuos cuyo destino era el hambre y la desnutrición de por vida.
Pero por esa época apareció en la escena histórica un extraordinario hombre de ciencia, un estudioso de la agronomía y de la fitopatología llamado Norman E. Borlaug.
Borlaug, estadounidense nacido en 1914 y fallecido a los 95 años, el 12 de septiembre pasado, desarrolló nuevas y mejoradas semillas de trigo, maíz y arroz, semillas de un rendimiento por hectárea muy superior a las tradicionales y mucho más resistentes y a veces invulnerables a las plagas y a las variaciones del clima.
Borlaug también desarrolló nuevas técnicas agronómicas, las que incluían el uso de herbicidas, pesticidas y fertilizantes. Con la combinación de las nuevas semillas y las novedosas técnicas agronómicas, Borlaug consiguió incrementar enormemente la producción mundial de esos tres cereales.
A esta nueva y superior capacidad productiva se le llamó la revolución verde. Y ésta, según muy acreditadas fuentes, evitó la muerte en sus años iniciales de, al menos, un millón de seres humanos.
De 1950 a 2009, la población mundial se multiplicó por tres, en tanto que, en el mismo lapso, la revolución verde logró aumentar la producción planetaria de alimentos doce veces, es decir, cuatro veces más que el incremento de la población. Por ello puede decirse que a la obra de Borlaug se le debe la abundancia de alimentos que caracteriza a nuestra época.
Hoy, a diferencia de hace seis décadas, el hambre en el planeta, que padecen todavía, al inicio del siglo XXI, mil millones de personas, no puede atribuirse a la insuficiente producción de alimentos, sino a una pésima y muy injusta distribución de ellos.