“Prohibido prohibir”

“Prohibido prohibir” decía la muchachada durante la revolución del mayo francés de 1968. Y tenían razón aquellos jóvenes que hoy andan por la séptima década de la vida.
Tenían razón, porque prohibir, como enseña la historia, es el camino negativo de la educación. Se prohíbe aquello que se quiere impedir. Y bien se sabe que las prohibiciones casi nunca logran impedir lo que quieren evitar.
Ahí están, como ejemplo supremo, los llamados diez mandamientos. La gente fornica, la gente desea a la mujer (o al varón) del prójimo, el hombre y la mujer mienten y juran en vano el nombre de su dios.
Durante varios años, en la década de los veintes en EU, se prohibió la producción, el comercio y el consumo de bebidas alcohólicas. Y el resultado fue tan inútil como dañino socialmente, que la prohibición se levantó al poco tiempo y hoy es el ejemplo clásico de lo absurdo, negativo y lesivo de la inmensa mayoría de las prohibiciones.
Para impedir determinadas conductas o la comisión de ciertos actos, las vías, ya se sabe, son la educación, la persuasión, el convencimiento. O, también, la creación de obstáculos que, sin prohibir, desestimulen las conductas y los actos que se busca evitar.
Este último es el caso del aumento de impuestos al consumo del tabaco. Un mayor gravamen fiscal contribuye a reducir el consumo de cigarrillos. Porque, como enseña la ciencia económica, el impuesto aumenta el precio y, a mayor precio, menor demanda.
Pero en la dura lucha contra el tabaquismo es mejor transitar la vía de la desestimulación que la de las inútiles prohibiciones, como lo demuestra claramente el caso de otras sustancias tóxicas de amplia y creciente apetencia social.