Errar es de humanos –dice la sentencia clásica–. Y la frase es tan sabia, conocida y utilizada, que hasta se repite en latín: errare humanum est. Pero los errores no son una fatalidad: se pueden evitar. Es cosa de emplear bien los antídotos contra el yerro, la falla, la equivocación.
Esos antídotos son muchos y bien conocidos: la precaución, el cuidado, la experiencia, el estudio, la reflexión, la diligencia, la pericia. Un médico, por ejemplo, no está exento de cometer errores. Pero un galeno bien preparado y con experiencia se encuentra en condiciones de incurrir en menos yerros que un médico insuficientemente preparado. Por eso la profesión médica es tan exigente y celosa con sus practicantes.
Pero es tan complejo el campo de la medicina, que hasta el galeno mejor preparado y más experimentado puede errar en el diagnóstico o en el tratamiento de una enfermedad. Puede, verbigracia, recetar un medicamento equivocado. O hacerlo en dosis insuficientes o excesivas. Y puede darse el caso, incluso, de que la intervención del galeno no sólo no cure, sino que produzca un daño en la salud del paciente.
A este fenómeno se le conoce en la ciencia médica con el nombre de iatrogenia. Y la etimología del vocablo explica plenamente su significado. Iatrogenia proviene del griego iatros, que quiere decir médico, y genes, que significa origen: enfermedad causada por la intervención del médico. O, por extensión, del medicamento.
Es claro, sin embargo que es muy pequeña, casi infinitesimal, la proporción de casos de iatrogenia en el universo de la medicina científica. Pero en los últimos años se ha hecho presente con inusitado vigor un riesgo considerable de iatrogenia.
Este riesgo se encuentra representado por el auge de las llamadas medicinas alternativas, un conjunto, en el mejor de los casos, de saberes empíricos, sin sustento científico, que pueden causar, y causan a sus creyentes, más daños que alivios.