Durante milenios, la convivencia (voluntaria o involuntaria) del ser humano con otras especies animales fue la causa de enfermedades y epidemias que produjeron millones de muertos. Un caso emblemático de esta mortal relación fue (y sigue siendo) la peste bubónica, transmitida al hombre por la mordedura de una pulga de las ratas.
Esa convivencia humana con las ratas era, por supuesto, involuntaria. El roedor estaba ahí, con sus pulgas, en medio de la vida cotidiana del hombre. Tan involuntaria como la coexistencia del ser humano con los mosquitos, transmisores, entre otras graves patologías, del paludismo (también llamado malaria), el dengue o la fiebre amarilla.
A este tipo de enfermedades fruto de la coexistencia entre hombres y animales se le llama zoonosis. Y la etimología del vocablo lo dice todo: zoon, animal, y nosos, enfermedad.
Una vez que la ciencia descubrió que mosquitos, moscas, pulgas, roedores y chinches eran los responsables de la transmisión de diversas patologías, el ser humano declaró una lucha sin cuartel a estos agentes transmisores, mediante campañas de erradicación que han conducido a esas dolencias a la casi extinción.
Pero existen convivencias entre hombres y animales que son necesarias y fruto de la voluntad humana, y que generan diversas zoonosis. Es el caso de la vida en común entre hombre y reses, cerdos, caballos, burros, mulas, borregos, ovejas. Se trata de un nexo con fines productivos de imposible extinción.
Hay, sin embargo, otras zoonosis que carecen de una justificación económica. Esas que producen la convivencia innecesaria del humano con perros y gatos, a título de mascotas. La rabia es el caso típico. Mas no es la única enfermedad que es transmitida al hombre por canes y felinos. Es el caso también de la tuberculosis y la brucelosis. Y de la amibiasis, la salmonelosis, la leptospirosis (tifus del perro), la sarna y el ántrax, entre muchas otras más.